5 abril, 2025

Era una discusión de café. Había muchos parroquianos apasionados y oyentes cautivados. Pero eran muy pocos, con todo, para definir si la Constitución argentina debería ser cambiada otra vez. Ahora apareció la sociedad. Una enorme mayoría, más del 66 %, rechaza que la Presidenta tenga otra oportunidad de reelección consecutiva. El debate debería darse por concluido, aunque es probable que el cristinismo persevere en su conmovedora vocación para defender causas perdidas.
Después de todo, el estridente reformismo constitucional le permitió hasta ahora eludir las necesarias respuestas a la inseguridad, la inflación y la corrupción (caso Ciccone mediante). Esos problemas, y el desempleo, son las cuatro principales cuestiones de preocupación social.
Al oficialismo lo salva de la perdición el buen manejo que tiene del ritmo político. No resuelve ningún conflicto grave de la sociedad, pero no pasa semana sin que la llene de nuevas y prescindibles iniciativas políticas. El voto de los inmigrantes o de los jóvenes menores de 18 años es, también, una confesión implícita de debilidad electoral. Sólo la fragilidad explica esas desesperaciones. Si la modificación sobre el voto de los menores se concretara, la legislación argentina debería ser cambiada para buscar cierta coherencia. ¿Por qué los menores de 18 años estarían amparados por los tratados que protegen a los niños, que tienen rango constitucional, para ser condenados por delitos graves si, al mismo tiempo, estarían en condiciones de elegir a las autoridades de la República?
Tales esfuerzos creativos del oficialismo llenan, de paso, el lugar que debería ocupar el debate sobre crisis más serias y concretas. El cristinismo maneja el ritmo político, sin embargo, sobre todo frente a un arcoíris opositor siempre a la defensiva, seriamente dañado por las fisuras y las manías. La decadencia electoral de Cristina Kirchner (que casi no ha tenido pausa desde enero pasado) sería mucho peor si se enfrentara con una clara alternativa política. No es así. Ella resume un único liderazgo político en el país, también porque es omnipresente en el discurso opositor.
La ingeniería electoral la cubre con buenos recursos el jefe de Gabinete, Abal Medina, porque esa es su especialidad como cientista político. Sabe cómo convertir la nada en números. Un vasto equipo de discípulos lo secunda en la tarea de hacer más lo que es menos. El proyecto reformista choca con un primer obstáculo, a pesar de todo, cuando entran a jugar las explicaciones. Una intelectual de Carta Abierta, María Pía López, llegó a proclamar la reforma porque el cristinismo no tiene más que a Cristina. ¿Acomodar la Constitución a la necesidad de una persona? ¿A ese pobre propósito se ha reducido el fundacional modelo cristinista?
La idea sólo puede prosperar entre quienes descreen del republicanismo y de la democracia burguesa, que son las maneras peyorativas de llamar al actual sistema político. Sin embargo, la angustia de la cartista es sincera y cierta: el cristinismo no tiene a nadie más que a Cristina. Ahí es dónde se hunden las raíces de la desesperación. La misma desesperación que tuvo el menemismo en su momento. ¿Por qué lo que hacía Menem era malo y lo que hace Cristina es bueno si es lo mismo?
El cartismo, el cristinismo duro y el kirchnerismo melancólico suelen respaldarse también en que la reforma de 1994 fue liberal, inspirada en el Consenso de Washington. En ningún artículo de la Constitución se establece qué política económica deberán instrumentar los gobiernos argentinos, salvo que se considere detestablemente liberal el derecho a la propiedad privada. Ese debate se dio en el mundo hace 100 años y se zanjó definitivamente a fines del siglo pasado. La propiedad privada forma parte del derecho de las personas. La regresión no sería una novedad: el cristinismo tiene siempre el pasado como futuro.
Bien mirado el Consenso de Washington, nadie como Néstor Kirchner fue un alumno tan fiel a ese documento. El Consenso promovía, a grandes rasgos, el superávit fiscal, el superávit de la balanza comercial, una moneda fuerte y las privatizaciones. Kirchner sólo lo desobedeció en las privatizaciones porque ya estaban todas hechas. El relato de la épica dice otra cosa, pero la historia pasará en limpio lo que pasó.
La reforma de 1994, que surgió también de la necesidad de perpetuidad de una persona, terminó incorporando a la Constitución importantes derechos sociales. No se le pueden agregar más capítulos, por ejemplo, sobre derechos humanos, porque los más importantes tratados internacionales sobre el tema ya forman parte de la Constitución. Incluso, la Corte Suprema de Justicia argentina es, en temas de derechos humanos, sólo un tribunal constitucional. La Corte Interamericana de Derechos Humanos con sede en Costa Rica es la última instancia judicial argentina. La Constitución argentina es liberal en lo político, pero en el mejor sentido del liberalismo que garantiza los derechos, las garantías y las libertades de los ciudadanos. ¿A eso se opone la nueva versión del kirchnerismo, convertido a estas alturas sólo en cristinismo?
Pero ¿con qué Constitución se construyó la presunta proeza kirchnerista? ¿Qué cosas la actual Constitución les impidió hacer a los Kirchner? ¿Acaso no hicieron todo lo que quisieron, incluidas importantes expropiaciones y estatizaciones? ¿No les dieron y les quitan dólares a los argentinos según la conveniencia electoral? El actual kirchnerista Carlos Raimundi, un turista fugaz de varios partidos políticos, aportó que una Constitución reformada debería incluir la Asignación Universal por Hijo. Es extraño: Cristina Kirchner decidió por decreto ese subsidio. Nunca quiso hacerlo por ley para no darle participación a la oposición, que fue la que propuso la idea original. De un decreto a la Constitución, sin escala intermedia. El cristinismo es tan contradictorio como audaz.
El problema es, al final de cuentas, la sucesión de Cristina y no otro. Algunos cristinistas llegaron a desempolvar un viejo proyecto de los años 90, del ucedeísta convertido en menemista Durañona y Vedia, para reinterpretar la Constitución. La necesidad de la reforma necesitaría, según ese proyecto, sólo de los dos tercios de los legisladores presentes y no de los dos tercios del total de cada una de las Cámaras del Congreso. La diferencia de números necesarios sería abismal.
Se olvidaron de un hecho histórico. El Congreso votó en 1993, luego del Pacto de Olivos, la interpretación única y real de la Constitución: se necesitan los dos tercios de todos los miembros de ambas Cámaras. No es una cifra fácil de alcanzar para ningún gobierno. Peronistas y radicales votaron esa interpretación para que no se volviera a discutir sobre lo que dice la Constitución. Menem ya había conseguido su reelección.
El problema de un poder sin sucesión es del cristinismo, no del peronismo. Daniel Scioli o José Manuel de la Sota son alternativas del peronismo. Podría haber más candidatos cuando el peronismo se notifique de que la sociedad le está poniendo a Cristina un plazo para abandonar el poder. Las encuestas no sólo le señalan a la Presidenta que una clara mayoría social no la quiere de candidata en 2015; también subrayan que su popularidad está muy mal en distritos cruciales como la Capital, Santa Fe y Córdoba. En Córdoba y Santa Fe está peor que en la Capital.
La activa diferenciación de De la Sota frente a Cristina no tiene, por eso, retorno. Debe cuestionar al cristinismo si quiere ganar las elecciones cordobesas del próximo año. Y debe ganarlas para aspirar a la candidatura presidencial o a la reelección como gobernador. Algunos dirigentes peronistas, alejados del cristinismo, han empezado a ver en De la Sota la audacia que le falta a Scioli. Scioli cree, a su vez, que su pacifismo será más provechoso que la audacia.
Son incipientes deslizamientos del peronismo ante un período político que considera en definitiva declinación. El peronismo se ufana de saber leer las señales profundas y definitivas de la sociedad, aunque estén escondidas detrás del espectáculo y el humo que despliegan los hechiceros del cristinismo..
* Especial para La Nación

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